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Ysabel Carrión

@isabelcarrion

Era un día de esos en que el sol arrecia con toda su fuerza y sientes que estás en un horno: Decidimos ir al río. Camino abajo, sólo se observaba el vaporón de la tierra amarilla y el sentir del viento; íbamos mis hermanas y maíta, quien en sus brazos llevaba a mi hermana Ana, qué reía de alegría. Por fin, llegamos, al río, corrimos y en menos de un segundo ya estábamos echándonos un chapuzón; maíta colocó a Ana la orilla del río, mientras ella en una batea de madera lavaba la ropa; podíamos observar los peces saltando fuera del agua, de un lado a otro.

Mi madre volteó a mirar a la niña, pero de pronto se da cuenta que no estaba: gritaba y gritaba, “donde está la niña, no la veo”; desesperada buscaba por todas partes, no podíamos creer lo que estábamos viendo, era Ana en el centro de la poza del río; mi madre corrió, la tomó en sus brazos diciendo: “¡ayúdenme, auxilio, mi hija, corrimos y le avisamos a papá, él tomó la niña en sus brazos, la colocó en la orilla de la carretera, le dio respiración boca a boca y suplicó a la Virgen del Valle, que por favor le salvara a su hija, que le pagaría una promesa. Ella seguía morada, no respiraba y su barriguita estaba a punto de reventar. Papá insistía en darle respiración y rogaba a la virgencita por su vida.

Al cabo de unos segundos, ana expulsó los bocados de agua y entonces aquel momento tan horrible se convirtió de repente en el mejor momento de nuestras vidas. Ana comenzó a respirar. Con lágrimas en los ojos, papá levantó sus dos manos, se arrodilló y dijo; “gracias, virgencita del Valle, gracias por devolvernos a nuestra hija”.

Ysabel Carrión

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Aquella tarde me dirigí con mi madre a una humilde vivienda. En ella reposaba un cuerpo sin aliento, sin alma. Se lograban oír los murmullos de la gente y los llantos. No quería estar ahí; pero continuamos. Al final de la casa mi madre se acercó a una señora de unos 70 años, quien lloraba la perdida de su esposo, le tomó de la mano diciéndole “sentido pésame Guillermina, no sabes cuanto lo siento”. Yo continuaba a su lado.

Me sentía muy mal, venía arrastrando una separación para ese entonces y cualquier situación triste me deprimía. Me alejé un poco y al cruzar observé a varias personas que se encontraban conversando. Entre ellas había un joven alto de quizá un metro ochenta de estatura. Nos miramos y sentí algo. Como de sonreír a pesar de estar en medio de un velorio.

Mi corazón empezó a latir fuertemente, dije para mi que bello muchacho, que guapo. Le pregunte a una de mis amigas de dónde había salido ese carajo. “que bello, tiene cuerpo de deportista”. Me gustó desde un principio. Sentí una sensación extraña, muy erótica.

Sin duda me había gustado aquel muchacho. Le pregunté a mi amiga Mery,

– ¿Cuál es su nombre

– Se llama Abilio, es el hijo de Damelis, umm, te soy sincera a mi también me gustó.

Por como me miraba creo que una flecha de gustó lo alcanzó. Y valiente me le acerque y le pregunté su nombre, aunque ya lo sabía, quería escucharlo de sus labios. Desde ahí empezó todo.

La noche empezó a caer, mi madre se despidió, yo le dije “mamá adelántate, yo me voy luego”. No podía dejar escapar aquello que era la vida, la paz, la pasión, la ternura y sobre todo el amor.

Escondidos, furtivos, nos besamos. Los rezos de lejos eran lo de menos. Aquella boca acaricié con mi lengua y al rozar mis labios podía sentir erectos mis senos. Estábamos sedientos de placer y hambrientos de caricias. Ese encuentro se había convertido en pasión o en amor no lo sé.

Con el tiempo, me pidió que me casara con él, no acepté y desde entonces no lo he visto. Pero reconozco que ese fue mi único amor. De eso, ya han pasado veinte años, aun no lo olvido, todavía lo recuerdo, sobre todo en los velorios.

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